
En breve comenzarán las protestas. No es razonable que el Ayuntamiento de Santa Cruz les cobre un euro a los murgueros, por ejemplo. Como es sabido urbi et orbi, son la voz del pueblo y tal, por lo que deben estar exonerados. Cabe esperar excepciones similares demandadas por comparseros y rondallistas. Un euro a las rondallas, por el amor del maestro Torroba, se me antoja una provocación. Son capaces de concentrarse frente al ayuntamiento y cantar coralmente Soldado de Nápoles que vas a la guerra hasta derribar la Casa de los Dragos antes que el mamotreto. ¿Y los familiares? ¿Y los grupos de disfraces? ¿Y los patrocinadores? No niego, nadie puede negar, que cualquiera que pueda ver con sus propios ojos la batuta del director de la Fufa, o el primer cartel del carnaval, o los fascinantes trajes de las reinas o un sombrero de Los Fregolinos se emocionará hasta las lágrimas, pero todos somos el carnaval. Pagar por una entrada es, por tanto, pagarnos a nosotros mismos. Los guiris, en cambio, que paguen lo que sea. En definitiva, no se van a enterar absolutamente de nada, y lo más probable es que, incluso, pretendan comprar los pantalones de los Diablos Locos de 1988 creyendo que están en una tienda de chinos.
Una promesa más que ya está cumplida. Santa Cruz no tiene un museo histórico sobre Santa Cruz, pero tiene una Casa del Carnaval, ese bien intangible -como lo es el CD Tenerife- que necesita muchos más cuidados y desvelos que el desmochado patrimonio histórico de la ciudad. Dice mucho de un colectivo -y de las instituciones que lo representan y administran- los aspectos del pasado que elige, el imaginario histórico por el que opta, las memorias que selecciona y establece para definirse. Se ha elegido la contradicción de un carnaval encapsulado como postulación fundamental de una identidad. Por si no estaba ya lo suficientemente claro.

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